Cotonou era una sauna sin fin. Yo
no dormí nada la primera noche
entre el calor, la humedad y el
zumbido de los mosquitos que
intentaban colarse dentro de la
tela mosquitera que nos protegía.
Encogido en posición fetal para no
rozar con los pies o con los brazos.
Era el 13 de septiembre de
1989, nunca se me olvidará,
creo que jamás he sudado tanto.
A la mañana siguiente,
participamos en la eucaristía
con algunos compañeros y varias
personas del lugar que se unían
fielmente en la celebración.
Presentaciones, sonrisas,
bromas…, el desayuno.
¡Vamos a dar un paseo por la
ciudad! eso parecía una buena
idea. Marcos, Guillermo y yo nos
aventuramos por las calles de la
ciudad más importante del país.
Al poco de estar de un lado a otro
sin rumbo fijo me entró el agobio:
todos te miran, unos sonríen, otros
serios, pero te clavan los ojos
continuamente: miradas, miradas,
miradas… Te das cuenta de que
no es agradable ser extranjero y
menos de que tu piel blanquita lo
vaya pregonando. Con los años te
acostumbras, pero los inicios no
fueron agradables, al menos para
mí. Aquí no nos fijamos en nadie,
no cruzamos los ojos ni siquiera en
el ascensor, pero allí, con nuestras
pintas, éramos una atracción.
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¿Y
tú qué hacías? Pues responder
con una sonrisa bobalicona que va
diciendo: hola, es verdad que no
soy de aquí, ¿se me nota?
Para mí esa fue la primera lección
que me dio África: eres un extranjero, no estás en
tu casa, esto es otra realidad,
aquí no sabes hablar ni andar
ni pensar como ellos, aquí eres
tú el raro.
Y esto sólo con mi primer paseo
por algunas calles de Cotonou,¿qué me esperaría más al norte,
en el interior de la sabana, en los
poblados de la maleza?
Podría haberme puesto a la
defensiva, en la desconfianza;
podría haber comparado y juzgado
a aquellas gentes, a mis ojos
todos iguales, desde mis ideas
occidentales; podría haberme
encerrado en mí mismo ante esa
realidad desconocida y que, por lo
tanto, no podía controlar; podría
haberme dejado llevar por el
miedo…
Pero preferí abrir el corazón,
llenarme de humildad y, con la
mente limpia, dejarme atrapar
por ese mundo que tenía
delante.
Decidí aprenderlo todo con la
paciencia y la sencillez de un niño,
empezar de nuevo: nuevos olores,
nuevos sabores, nuevos colores,
nuevos rostros.
Fácil, lo que se dice fácil no
fue, costó y mucho; pero con la
perspectiva que te da el tiempo
ahora sé que, gracias a esos
primeros pasos humildes y
necesarios para aprender, me
enamoré de una tierra que no era
la mía, pero que me hizo suyo y se
clavó en mi corazón para siempre. |